Aprendemos el hábito de la comparación desde chicos, porque nuestros padres, o maestros, o algunos otros adultos, sienten una extraña fascinación por decirnos: “Deberías ser más como fulano” o “Si te aplicaras como mengano, entonces…”. Tal vez no podamos culparlos por hacer eso, porque seguro que ellos mismo lo aprendieron a sangre de las tantas veces que lo oyeron (aunque bien han podido ser proactivos). Esa cacofonía va moldeando nuestra visión del mundo, hasta que un día, como seres presuntamente independientes, nos volemos en comparadores compulsivos, haciéndonos a nosotros mismos la medida de todas las cosas: “Nadie hace las cosas como yo”; “Si tan solo tuvieran mi aplicación”; “Si fueran yo…” Pero la realidad es que nadie puede hacer las cosas como uno, ni vivir la vida como uno la vive.
Al otro extremo, si todavía somos demasiado dependientes (o codependientes, que es peor), nuestra compulsión por compararnos toma el siguiente derrotero: “Si tan solo fuera más como fulano”; “Si hiciera las cosas como mengana las hace”; “Quisiera que mi vida fuera como la de…” Pero la realidad es que no podemos vivir la vida de otro, ni hacer las cosas como otro las haría.
El resultado de los dos casos anteriores: Frustración. Asegurada al cien por cien, porque la pretensión de ser tan perfectos es solo perfeccionismo, una idea falsa de control, que poco a poco nos hace perder la paciencia con los demás, aunque nosotros mismos estemos llenos de defectos. O, si nuestro caso es el otro, la frustración está asegurada porque nunca podremos ser exactamente lo que otra persona es.
La función de los modelos.
Con lo anterior no he querido decir que no podamos admirar a alguien y tomarlo como modelo, pero hay que saber qué es lo que imitamos. No imitamos su vida, sino los principios que lo hicieron destacarse. Es a los principios que dirigimos nuestra atención para ver cómo los aplicó en su propia vida para poder hacer lo mismo con nuestra singular existencia. Admiramos el coraje, la paciencia, la tenacidad, el valor, la perseverancia, y otras cualidades y tratamos de aplicar esas virtudes a nuestros propios sueños. Esa es la función de los modelos, mostrarnos qué hicieron ellos para andar su camino, para que ahora nosotros andemos nuestro propio sendero.
En este punto ya no nos comparamos. Nos damos cuenta que hacerlo es inútil. Nuestra meta es avanzar más allá de donde esos modelos dejaron su antorcha, a fin de abrir nuevos caminos, de superar, ya no a otros, sino nuestros propios sueños, nuestros propios ideales.
El gran problema de la comparación es que resulta en esclavitud, porque nos pone a la sombra de otros. De esta manera nos vemos forzados a la mera imitación, lo que limita nuestro verdadero poder, porque “uno de los peores resultados de ser esclavo [sea de la comparación o de cualquier índole] y ser forzado a hacer las cosas, es que cuando no hay quien te fuerce [y en nuestro caso: no hay con quien compararte], comprendes que has casi perdido el poder de forzarte a ti mismo” (C. S. Lewis, los corchetes son míos).
Ahora es tiempo de decidir abandonar la comparación, ya sea para nosotros mismos, o que la apliquemos a otros. Para ello, nada mejor que alentar nuestras metas, nuestros proyectos y ocuparnos en dar lo mejor de nosotros mismos. Este dar lo mejor de nosotros no se mide artificialmente con lo que otros hacen. Este dar más de nosotros, darlo todo, se mide en función de nuestro objetivo, del horizonte al que queremos llegar. Y, además, será bueno recordar la siguiente frase de Henry Fonda: “Todos encontrarían su propia vida mucho más interesante, si dejaran de compararla con la vida de los demás”.